Pablo Gonzalez

La crisis en Brasil

La economía de Brasil no levanta cabeza. Por más que se empeñe el FMI en sacar de sus previsiones negativas para el año 2017 a la economía brasileña, la realidad actual nos indica otra cosa. Según los resultados publicados en marzo por el Instituto de Geografía y Estadística brasileño, la economía brasileña volvió a decrecer un 3,6% en el año 2016, que se une al decrecimiento del 3,8% del año anterior.

De este modo, a la crisis política e institucional tras el golpe perpetrado contra la presidenta electa Dilma Rousseff, y a la crisis por los escándalos de corrupción que manchan a prácticamente la totalidad del gabinete del actual gobierno, se une la grave situación económica que las medidas de apertura de la economía contribuyen a agravar.

La apertura de la legislación a la exploración y la explotación petrolera en aguas profundas por parte de capitales extranjeros; las privatizaciones en el sector eléctrico, en las empresas de transporte y en la gestión aeroportuaria y portuaria; o la aprobación de la enmienda constitucional que congela el gasto y la inversión pública para los próximos 20 años, no son más que algunos de los ejemplos de las medidas de corte neoliberal aplicadas por el gobierno de Temer y por el segundo gobierno de Dilma cuando puso al frente del Ministerio de Economía al liberal Joaquim Levy.

Y más allá del los números negativos de las grandes macrocifras económicas, hay que tener en cuenta que se está retrocediendo en los grandes avances sociales que se habían alcanzado durante los dos gobiernos de Lula, y el primer gobierno de Dilma. Desde 2002, el modelo económico brasileño había maravillado al mundo. Según la FAO, entre 2002 y 2014 la pobreza extrema se redujo en Brasil un 75%. Gran parte del éxito para este objetivo se debió al programa de la Bolsa Familia, que permitió, según los datos del Banco Mundial, que 36 millones de personas salieran de la pobreza extrema entre 2003 y 2013. Sin embargo, y a pesar del éxito de este programa, Temer no dudó en reducir el programa de la Bolsa Familia excluyendo a 10 millones de personas.

¿Cuál es entonces la justificación? Pues como siempre, se alega que el elevado gasto público que genera asfixia a los sectores productivos de la población. Sin embargo, no hay más que echar la vista a los datos de crecimiento y de deuda pública para desmontar esta falacia. Entre 2003 y 2013 la deuda púbica respecto al PIB se redujo del 74% al 60%, mientras que desde la aplicación de los paquetes de apertura económica de Joaquim Levy primero, y el gabinete de Temer después, la deuda alcanzó para finales de 2016 el 78,32%. Una vez se pone de manifiesto el daño que hace el austericidio neoliberal. Ocurre igual en cuanto al crecimiento del PIB, que con Lula al frente alcanzó una media anual del 4,1%, mientras que con la actual orientación de la política económica enlaza tres años consecutivos de crecimiento.

En el plano geopolítico, Brasil también ha perdido su lugar de liderazgo alcanzado años atrás. El que fuera uno de los mayores impulsores de la Cooperación Sur-Sur y de la integración regional con tintes contrahegemónicos, hoy adquiere cada vez un mayor papel que se define por la irrelevancia internacional.

Para 2017, el shock aplicado a la población seguirá siendo el principal aliado que utilizará el gobierno de la derecha brasilera para seguir desmontando los pequeños cimientos del estado de bienestar que empezaba a surgir en el país. La crisis política, social, institucional y económica creada por la derecha en el poder, será la vía de justificación para seguir aplicando una política económica a favor de los capitales de las transnacionales extranjeras y de la banca internacional, y que volverá a sumir a millones de brasileros en la pobreza y la desigualdad, mientras que el país volverá a ser condenado a la irrelevancia internacional.

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